Itineraria de reflejos, lírica y melancólica, dejo parte de mí en cada paisaje que visito, pero no hallo donde quedarme.. empapado, continúo mi camino, a donde quiera que dé.

martes, miércoles (IV)

El txikigune, a la otra orilla de El Arenal, es una gran idea, no sólo por su ubicación. O mejor dicho, un compendio de grandes ideas. porque podían haber puesto allí unos columpios y unos autos de choque, pero han preferido echarle imaginación, para despertar la de los críos.
Pesca, danzas orientales, percusión, futbolines (aunque no hayan elegido los de pies separados y suelo combo, sino esos que se usan en Álava) y otros juegos tradicionales, ping-pong en silla de ruedas (imborrable la expresión de cuando se les iba la pelota y se percataban de que nadie iba a acercársela), construibles, pintables.. toda una tarde (hasta que cerraron) disfrutando de una banda de locos desinhibidos con las ocurrencias más peregrinas.

Degusto un helado en Unamuno, sentado en las escaleras, un padre le dice a su hijo de unos tres años
-Venga, va.
y el chaval lo celebra como si bailara trikitixa entre gritos y carcajadas. La madre me mira, compartimos sonrisa, y dice
-Es un tormento..
-La pena es que perdamos la capacidad de emocionarnos de esa manera..
-La verdad es que sí.. yo lo veo con él ahora.. y sí, es una suerte.. una maravilla.

A la parte de atrás del pabe de La Casilla, tropiezo con un hombre vestido como un luchador del siglo XIX fumándose un pitillo mientras en el interior suena música de blues. No sé si es el encargado de seguridad en esa puerta o el único que fuma de los que hacen la función, pero es una estampa que, aunque se repita cada noche, me sigue haciendo gracia..