Itineraria de reflejos, lírica y melancólica, dejo parte de mí en cada paisaje que visito, pero no hallo donde quedarme.. empapado, continúo mi camino, a donde quiera que dé.

Tiene suficientes años como para haber perdido la cuenta, probablemente es un número que no le importa, y si alguna vez lo comenta es por un ramalazo de orgullo. Accede al patio despacio, parece que con parsimonia, en realidad, cada movimiento es un esfuerzo. Tiene lo que los médicos llaman paákinson, sus brazos y su cabeza se mueven continuamente sin que ella se lo pida.
Deja el cesto vacio en un altillo, y la cestilla de las pinzas junto a él. Alza su mano derecha y, como si se moviera a tientas, se agarra a la cuerda que hay sobre su cabeza. Después desliza la mano, como una polea que no pudiera salirse de su guía, hasta la pinza elegida y, con la otra mano, coge la prenda con fuerza, como si previera su peso. Abre la pinza, la guarda en el bolsillo de la bata, vuelve a alzar la mano, de nuevo la desliza.. dobla la prenda con sumo cuidado y la lleva hasta el cesto, donde la deja con mimo. Rebusca en su bolsillo, y deja las dos pinzas en la cestilla.
Así, con cada prenda, cuatro cuerdas de ropa que incluye la de hijos y nietos. Cuando ha llenado el cesto, antes de cogerlo y bajar las escaleras que dan al interior de la vivienda, se atusa el pelo con el mismo cuidado con que lo ha hecho todo, se coloca el cesto en la cintura, y sonríe.