Itineraria de reflejos, lírica y melancólica, dejo parte de mí en cada paisaje que visito, pero no hallo donde quedarme.. empapado, continúo mi camino, a donde quiera que dé.

el sanador

La aldea despierta nerviosa, hoy ha de ser el día. Ayer fue visto en los aledaños, calculan que llegará esta mañana. Los aldeanos se azoran en sus tareas para disponer más tarde del tiempo necesario. A veces viene gente de otras aldeas, pues su itinerario es imprevisible, y se reúne una muchedumbre a su alrededor. La taberna, aprovechando la más que probable afluencia de clientes, ha abierto más temprano. Su dueño sonríe ufano mientras cuenta los barriles, imaginando ya la venta del día. Y se han improvisado puestos con viandas y dulces, profusamente adornados con guirnaldas y pañuelos.
Los niños aprovechan el despiste de sus madres para corretear y perseguirse unos a otros. Algunos han oído hablar de él pero, como con todo menos con los juegos, no se lo toman demasiado en serio, no acaban de creérselo: el que cura todo mal, el que alivia toda pena.
Los más curiosos se agolpan a los lados de la avenida, quieren verle de cerca. Los impacientes se asoman a los balcones o trepan a los árboles, quieren verle los primeros. Otros, los que se tienen por más sagaces, buscan un lugar preferente en la plaza, donde sin duda se detendrá.
El poderoso sonríe desde la puerta de su mansión, le gusta ver a los humildes ilusionados.

Se da la voz, el sanador entra en la aldea. A medida que avanza, los apostados en la calle cierran filas tras él, como una compaña. Todo sucede lento, entre murmullos y codazos, entre curiosidad e incredulidad, hasta que el grupo accede a la plaza.
Quieto en el centro de un gran corro que le observa en silencio, unos mechones oscuros y grasos caen sobre su mirada vacía, sus ojos parecen cubiertos por tules grisáceos. La barba le crece a mechones en las partes del rostro que aún no ha quemado el sol, alrededor de unos labios deformes que apenas esconden las desdentadas encías. Semidesnudo, apenas cubierto por andrajos, se sirve de una pequeña tabla con rueditas para desplazarse, pues ya no puede apoyarse en los llagados muñones que tiene como piernas. Sus manos están en sangre viva, de tanto empujar por los pedregosos caminos, y su cuerpo cubierto de pústulas abiertas y viejas cicatrices producto de la inclemencia del cielo.

Un niño, no el más travieso sino el que pretende serlo, se atreve a lanzarle una piedra, que impacata en su cabeza. De su garganta rota escapa un lamento, un quejido gutural que provoca la risa del niño, y pronto la de los demás.
Ríen, señalan, comentan, se burlan.. hasta que se dan por satisfechos, y vuelven a la taberna y los puestos. El poderoso sonríe de nuevo, todos se sienten algo mejor hoy.

Al cabo, el sanador deja caer dos palabras, apenas audibles, que van a estrellarse contra el suelo de la plaza.
-Por favor..