Itineraria de reflejos, lírica y melancólica, dejo parte de mí en cada paisaje que visito, pero no hallo donde quedarme.. empapado, continúo mi camino, a donde quiera que dé.

una ligera brisa

Una ligera brisa acercó hasta él unas lejanas campanadas que de manera instintiva fue contabilizando.. hasta nueve. Ya es algo tarde, pensó, debería espabilarme. Dejó caer la agotada colilla y estiró los brazos con los puños cerrados, obligando a su modesta musculatura a desperezarse. Se incorporó, apuró la pequeña taza de barro que aún contenía una cortina de vino tinto servida la noche anterior, y pasó al interior de la casa, tras observar con ademán desinteresado la tibia luz horizontal que comenzaba a abrir la mañana. En el interior, los viejos muros de piedra rebotaban el húmedo frío contra su espalda, aquejada de viejas lesiones, de las que apenas recordaba qué imprudencias las habían causado. Despacio, como desafortunadamente había ya de hacer todo, se dirigió al botiquín. Una roja, una rosa, una amarillo pálido... calibró su rodilla derecha, y decidió aguantar hasta media mañana sin la blanca pequeña ni la gris alargada. Abrió y cerró una y otra vez ambas manos, tensando los dedos, provocando pequeños latigazos de dolor que le ayudaban a sentirlos y reconocerlos como propios. Alcanzó la petaca y el mechero, y se acercó a la ventana que daba al huerto, donde lió un cigarrillo, contemplando el pequeño manzano, gris y desnudo. Vino a él entonces el día que se conocieron, habrá que talarlo, escuchó, total, está casi muerto, y los escasos frutos que da no tienen ningún sabor. Recordó, como si de una aventura juvenil se tratara, cómo pacientemente le libró de la hiedra que durante silvestres años le había atenazado, sanó las llagas que ésta le provocara, y renovó y alimentó la tierra en la que crecía. Tras el más duro invierno que le hubiera tocado sufrir, llegó una sonriente primavera, y tras ella, como la visita obligada de quien quiere comprobar sus dominios, regresaron el frío, la nieve y el hielo. Fue con la vuelta de los días largos y clementes, en que todo el campo celebraba una festividad que él entonces desconocía, cuando nació el tributo que habría de dar origen a una larga y humilde amistad, llena de íntimas confidencias y desinteresados consejos. Una diminuta e insípida manzana, de carne dura y seca, que se deshacía en su boca con la dificultad que entraña apreciar el disimulado agradecimiento del orgulloso. Volvió al interior, y procedió a recoger los restos de la cena. Tras acercarlos al fregadero decidió, casi sin hacerlo, que los lavaría más tarde y , simplemente, los apiló. De pronto, apretó los dientes y permitió que sus ojos se entrecerraran. En un acto reflejo, volvió su mirada al botiquín pero, aún no, se convenció. Llegó a la habitación, abrió las ventanas para ventilarla, y se asomó a la que daba a la carretera. Observando el trazo de asfalto, de algún modo lo sintió como una absurda herida, un antiguo tatuaje sin otro significado ya que el de ocultar a la vida la pequeña porción de piel que bajo él yaciera. Al otro lado, los cuatro pinos regios, perennes, dominaban la pequeña loma con autoridad, simulando vigías encargados de impedir el paso en aquella carretera por la que hacía tanto tiempo no llegaba nadie. Recogió el libro que descansaba abierto sobre la cama y, tras marcar la hoja, lo cerró y lo dejó sobre la mesilla. Comprobó que el cenicero aún conservaba una colilla aprovechable y la prendió. Placeres que nos hacen daño, reflexionó, y pasó a asearse. Tras la ducha, lió otro cigarrillo en el balcón, mientras el desperezado sol secaba su gris y abandonada barba. Se arrebujó en sí mismo mientras exhalaba la primera calada, observando cómo el humo se esparcía hasta desaparecer. Quedó allí aún unos minutos tras apagar el pitillo, sencillamente, estando. Después, bajó al terreno. El agua de lluvia acumulada en la pila creaba su propia vida, de un tono verde oscuro, pero la hierba junto al caño que antes le servía de desagüe ya no crecía. Con resignada sonrisa, comenzó a caminar entre la hierba, intencionadamente más alta de lo debido. Podía recorrer toda la pieza con los ojos cerrados, guiándose sólo por los aromas y los quiebros y giros del aire que el cercano bosque provocaba, pero por qué privarse del melancólico ballet que las hojas le ofrecían, marrones y quebradizas unas, amarillas y grandes otras, oscuras y apagadas las más. Se sentó sobre una piedra que en su día obtuvo del murete derruido, y que había dispuesto junto a un brote de hierbabuena. Buscó en el bolsillo de su camisa, y extrajo una pequeña libreta y un trozo de lápiz. En una hoja, dibujó un pino. En la siguiente, un atardecer. Retrocedió unas páginas, y releyó un viejo poema. Cerró y guardó la libreta, ubicó el lapicero en la cinta de su ridículo sombrero y lió un nuevo cigarrillo. Antes de prenderlo, sacó de nuevo la libreta, buscó la primera página vacía, y comenzó a escribir.