Itineraria de reflejos, lírica y melancólica, dejo parte de mí en cada paisaje que visito, pero no hallo donde quedarme.. empapado, continúo mi camino, a donde quiera que dé.

Le llamábamos “Aceituno”, porque su cabeza tenía una forma especial y la calva siempre le brillaba como una oliva manchada de aceite, de tanto ir corriendo de un lugar para otro. Incluso hablando era acelerado.

Era un hombre despitadísimo. A menudo me paraba en la calle para preguntarme por una dirección donde ya había estado varias veces. Se atropellaba, te interrumpía, terminaba tus frases, dejaba a medias las suyas... cuando marchaba, habías de recomponer las partes sueltas de la conversación y unirlas, y entonces te sorprendías sonriendo
-No sabe ni a dónde va, pero me ha preguntado por cada miembro de mi familia por su nombre... y aunque se confundía con lo que hacemos (quién estudia esto, quién trabaja en lo otro...), sí sabe quiénes somos, cómo pensamos, cómo sentimos cada uno.

Siempre con libros y carpetas bajo el brazo, hasta que alguien le regaló una especie de bolso de cartero, si te veía a menudo se limitaba a saludarte con prisa. Pero si hacía ya tiempo que en el barrio no se sabía de ti (mi familia nunca fue muy dada a las explicaciones) te sujetaba del brazo para que no escaparas, consciente de que llegaba al alma de las personas, y de que por aquel entonces a algunos eso no nos gustaba.

Le regalaron un señor abrigo (no puedes ir dando pena por ahí, van a pensar que no te cuidamos) y a los dos días le vi con el mismo gabán raído de siempre. Con cara de culpable que no puede evitarlo, me confesó
-Estuve en casa de Paco, y no tenía mantas para todos los niños... voy a la misericordia, a ver si les queda algo.

Cuando llegaba a un sitio se acababan las prisas. Era capaz de gastar una tarde entera simplemente en “estar”. Conoció a mi abuelo cerca del final. Pasó tardes enteras en su compañía, charlando. Yo estaba presente siempre que me lo permitían. Cuando necesitaban una intimidad que les permitiera mayor desinhibición, uno de los dos me mandaba a la cocina a por algo, y yo no volvía hasta que uno de los dos se asomaba a la puerta de la sala a recriminarme mi tardanza.
-¡Iñaki, viene esa agua o has ido a buscarla a un río!

Cuando marchaba, mi abuelo leía en la sonrisa de mi madre
-No eres tan duro, eh?
y se limitaba a contestar
-Ése no es cura.

Y es que no sé si lo he dicho, Aceituno era sacerdote, pero a mí no me importaba su oficio, sino quién era.
a don José