Itineraria de reflejos, lírica y melancólica, dejo parte de mí en cada paisaje que visito, pero no hallo donde quedarme.. empapado, continúo mi camino, a donde quiera que dé.

De Kalle

Hacía ya unos años que venían por fiestas, suficientes para ser considerados una tradición. Aún no tenían nombre, o al menos no lo conocíamos, y les llamábamos "Los jevis del Arenal". Tres hermanos (se les veía a la legua que lo eran, no sólo por su aspecto, sino por la íntima conexión que se advertía en sus miradas) de lacia melena rubia (el mayor algo más oscura) que, con una minibatería y unos amplis de no más de treinta watios, hacían corro cada noche versioneando la parte instrumental de clásicos del rock, con especial devoción por cualquier tema firmado por Ritchie Blackmore.

Aunque a menudo cambiaban de sitio (por no discutir), eran fáciles de encontrar: si no conseguían pared, aparcaban la vanette tras ellos, como fondo de escenario, así que sólo había que buscar medio corro de gente, a partir de la segunda o tercera fila de puntillas (intentando ver los dedos del hermano mayor), aplaudiendo como japoneses el final de un zumbido de abejorro.

El momento estelar de la velada era el solo de "Highway star", cuando todos coreábamos tuiire rureró hasta que aquel melenudo flaco, con sus vaqueros viejos, su camiseta gastada y su guitarra sin marca, nos iba derrotando, haciéndonos romper en aplausos y carcajadas (además del consabido "qué hijoputa").

Salvo una noche.

Siempre guardábamos una distancia de unos cuantos pasos. Por respeto, por escuchar mejor (el rock demasiado cerca se enturbia), y porque el guitarra se encargaba de echarnos hacia atrás si no le dejábamos suficiente espacio (sin dejar de tocar, se dirigía hacia el público haciendo gestos con el mentón hasta que consideraba que la burbuja-escenario tenía el tamaño suficiente).

Aquella noche, un muchacho se saltó el círculo sin disimulo, visiblemente subyugado por aquellos ritmos, las poses, el halo heroico del rockero melenudo ensimismado en su recreación, los feligreses congregados en su místico ritual... a apenas un paso de las evoluciones del guitarrista, la expresión de su rostro concentraba el sentir de todos los presentes.

Por aquel entonces, a los que padecían el síndrome de Down les llamaban "mongólicos" y, por alguna razón que nunca llegué a saber, estaban socialmente marginados. Quiero decir que estaban "mal vistos".. me explico con un ejemplo: una alcohólica ludópata repudiada por toda su familia, de esas que se duchan una vez al mes (aunque no haga falta), al cruzarse con un tocayo mío, amigo y vecino que se gana un sueldo trabajando en un taller, comenta con forzada benevolencia
-Pobre..
y al sentir la mirada ofendida de la madre del chaval, fingiendo una empatía que es incapaz de sentir, añade
- Ya, más lo sufren las madres, verdá?
Bueno, la madre de mi amigo sólo acertó a decir "vámonos".. y mejor me ahorro mi comentario.

Antes de que acabara el tema, la que por edad y cariño parecía ser la hermana, apareció para apartar al chaval, avergonzada por sentirse expuesta a tantas miradas. Le cogió del brazo y, con dulces e insistentes gestos, intentaba convencerle de que se retirara, pero a su hermano no parecía importarle que se llevara el brazo si quería, mientras a él le dejara seguir inmerso en aquella magia.

Entre el apuro por molestar (varias veces se giró hacia el público e hizo ademán de agacharse o irse), el miedo porque su hermano pudiera llegar a interrumpir la canción, los esfuerzos de la primera fila intentando admirar las evoluciones de los dedos del guitarrista (que su hermano impedía), la expresión solemne de los tres intérpretes... la chica quedó a un paso de su hermano, a medio camino de ninguna parte, cada vez más tímida y desorientada.

Al acabar la canción, el chaval primero aplaudió como si sólo hubieran tocado para él... luego, mientras su hermana sonreía agradecida a los músicos y le decía "hala, vámonos" con dulzura de madre, se volvió a la ovación cerrada que seguía a cada tema, aderezada por algún silbido de pastor.

Durante un instante, sintió la energía que crece entre los músicos de rock y su público, dos hilos mágicos que llegan de uno y otro lado, alimentándose a medida que se enlazan, y se vio partícipe. Incluso su hermana, sorprendida por la expresión de su cara, quedó un tiempo saltando con la mirada alrededor, intentando comprender las partes de un mundo que se escapaba a su entendimiento..

No sé si llegaron a pronunciar palabra, ninguno habríamos podido oírles, pero todos sabíamos qué se estaban diciendo. Ella acariciaba la espalda de su hermano mientras el guitarra le lanzaba alguna frase corta y chillona que todos jaleábamos con gritos de vikingo... y el deseo del chaval por llegar a rozar aquel instrumento mágico era ya superior a cualquier otra fuerza que él pudiera distinguir.

Alargó su mano, despacio, pidiendo permiso a cada centímetro, hasta que las cuerdas respondieron gritando un trueno a una caricia, que los vikingos aclamaron con un grito de batalla. Animado, desatando cada pequeño hilo de ese nudo que forman las cosas que sólo se entienden con el alma, repitió la acción dos, tres veces...

El guitarra se descolgó el hacha y, con mucho cuidado (y entre los nerviosos gestos de la chica que aún se apuraba), la colgó del hombro del chaval y se situó a su espalda. Puso un acorde...

Parecía que había ganado el Athletic. El público recibió el guitarrazo con esa manera de gritar que tienen los vascos que uno no sabe si piden fiesta o pelea, el guitarra miró a su hermano en el bajo y cambió el acorde, el griterío casi les tapaba cuando el batería decidió unirse.

Aquella noche, todos fuimos un poco las lágrimas emocionadas de una chavala.
a De Kalle